En este año 2020 celebramos el centenario del nacimiento de Gianni Rodari, uno de los nombres imprescindibles de la literatura infantil. Imaginación, agilidad de estilo, humor a veces chocante, se pueden disfrutar en obras como Cuentos por teléfono, Cuentos escritos a máquina o Cuentos para jugar. El cuento "Pinocho el astuto" pertenece a este último. Verás que tiene tres finales. No te extrañes, el propio Rodari lo explicó en una nota introductoria:
Instrucciones para el uso
Estas historias se publican con la amable autorización de la RAI (Radio-Televisión Italiana). De hecho, fueron escritas para un programa radiofónico que se titulaba precisamente «Cuentos para jugar», que fue emitido en los años 1969-70. Estos mismos cuentos aparecieron después en el Corriere dei piccoli. Cada cuento tiene tres finales, a escoger. En las últimas páginas el autor ha indicado cuál es el final que él prefiere. El lector lee, mira, piensa y si no encuentra un final a su gusto puede inventarlo, escribirlo o dibujarlo por sí mismo. ¡Que os divirtáis!
Así que esa es la propuesta que te hago. Que leas el cuento con sus tres finales y que luego redactes tu propio final. Porque, no lo olvides, es un "cuento para jugar".
Pinocho el
astuto
Había una vez Pinocho. Pero no el
del libro de Pinocho, otro. También era de madera, pero no era lo mismo. No le
había hecho Gepeto, se hizo él solo.
También él decía mentiras, como el famoso muñeco, y
cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vista, pero era otro
Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de asustarse,
llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera, cogía un cuchillo, o sierra, y se
cortaba un buen trozo de nariz. Era de madera ¿no? así que no podía sentir
dolor.
Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo
se encontró con la casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago
muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama,
la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando
estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin
madera.
Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por
la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre llegan con retraso a
coger el tren.
¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado, cien millones
a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.
El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no
creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber un
vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había
comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una equivocación.
Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había alargado la
nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó,
cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado
sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.
Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que
en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce
contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías.
Los autovías no le servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La
enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba
de crecer. Pinocho, cada vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban
tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las
cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la
fantasía, Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar las
mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero
eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos
centímetros de cada vez.
Entonces Pinocho se decidió a contratar a un
«sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su
oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al
jefe:
El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la
noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.
Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se
serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con guantes
blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros:
una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez en
cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también les
invitaba a un vaso de agua mineral.
Primer
final
Pinocho cada día enriquecía más.
Pero no creáis que era avaro. Por ejemplo, al «sugeridor» le hacía algunos
regalitos: una pastilla de menta, una barrita de regaliz, un sello del
Senegal...
En el pueblo se sentían muy orgullosos de él. Querían
hacerle alcalde a toda costa, pero Pinocho no aceptó porque no le apetecía
asumir una responsabilidad tan grande.
—Lo haré, lo haré lo mismo. Regalaré un hospicio a
condición de que lleve mi nombre. Regalaré un banquito para los jardines públicos,
para que puedan sentarse los trabajadores viejos cuando están cansados.
Estaban tan contentos que decidieron hacerle un
monumento. Y se lo hicieron, de mármol, en la plaza mayor. Representaba a un
Pinocho de tres metros de alto dando una moneda a un huerfanito de noventa y
cinco centímetros de altura. La banda tocaba. Incluso hubo fuegos artificiales.
Fue una fiesta memorable.
Segundo
final
Pinocho se enriquecía más cada día,
y cuanto más se enriquecía más avaro se hacía. El «sugeridor», que se cansaba
inventando nuevas mentiras, hacía algún tiempo que le pedía un aumento de
sueldo. Pero él siempre encontraba una excusa para negárselo:
—Usted en seguida habla de aumentos, claro. Pero ayer
me ha colado una mentira de tres al cuarto; la nariz sólo se me ha alargado
doce milímetros. Y doce milímetros de madera no dan ni para un mondadientes.
La cosa terminó en que el «sugeridor» empezó a odiar a
su patrón. Y con el odio nació en él un deseo de venganza.
—Vas a saber quién soy —farfullaba entre dientes,
mientras garabateaba de mala gana las cuartillas cotidianas.
Y así fue como, casi sin darse cuenta, escribió en una
de esas hojas: «EI autor de las aventuras de Pinocho es Carlo Collodi».
La cuartilla terminó entre las de las mentiras.
Pinocho, que en su vida había leído un libro, pensó que era una mentira más y
la registró en la cabeza para soltarsela al primero que llegara.
Así fue como por primera vez en su vida, y por pura
ignorancia, dijo la verdad. Y nada más decirla, toda la leña producida por sus
mentiras se convirtió en polvo y serrín y todas sus riquezas se volatizaron
como si se las hubiera llevado el viento, y Pinocho se encontró pobre, en su
vieja casa sin muebles, sin ni siquiera un pañuelo para enjugarse las lágrimas.
Tercer
final
Pinocho se enriquecía más cada día y
sin duda se habría convertido en el hombre más rico del mundo si no hubiera
sido porque cayó por allí un hombrecillo que se las sabía todas; no sólo eso,
se las sabía todas y sabía que todas las riquezas de Pinocho se habrían
desvanecido como el humo el día en que se viera obligado a decir la verdad.
—Señor Pinocho, esto y lo otro: ponga cuidado en no
decir nunca la más mínima verdad, ni por equivocación, si no se acabó lo que se
daba. ¿Comprendido? Bien, bien. A propósito, ¿es suyo aquel chalet?
Con ese sistema el hombrecillo se quedó los
automóviles, los autovías, el televisor, la sierra de oro. Pinocho estaba cada
vez más rabioso pero antes se habría dejado cortar la lengua que decir la
verdad.
Y en ese momento toda la madera de Pinocho se convirtió
en serrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó un vendaval que se
llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó solo y pobre,
sin ni siquiera un caramelo para la tos que llevarse a la boca.
PRIMER
FINAL
Pinocho
cada día enriquecía más. Pero no creáis que era avaro. Por ejemplo, al
«sugeridor» le hacía algunos regalitos: una pastilla de menta, una barrita de
regaliz, un sello del Senegal... En el pueblo se sentían muy orgullosos de él.
Querían hacerle alcalde a toda costa, pero Pinocho no aceptó porque no le
apetecía asumir una responsabilidad tan grande. —Pero puede usted hacer mucho
por el pueblo —le decían. —Lo haré, lo haré lo mismo. Regalaré un hospicio a
condición de que lleve mi nombre. Regalaré un banquito para los jardines
públicos, para que puedan sentarse los trabajadores viejos cuando están
cansados. —¡Viva Pinocho! ¡Viva Pinocho! Estaban tan contentos que decidieron
hacerle un monumento. Y se lo hicieron, de mármol, en la plaza mayor.
Representaba a un Pinocho de tres metros de alto dando una moneda a un
huerfanito de noventa y cinco centímetros de altura. La banda tocaba. Incluso
hubo fuegos artificiales. Fue una fiesta memorable.
SEGUNDO
FINAL
Pinocho
se enriquecía más cada día, y cuanto más se enriquecía más avaro se hacía. El
«sugeridor», que se cansaba inventando nuevas mentiras, hacía algún tiempo que
le pedía un aumento de sueldo. Pero él siempre encontraba una excusa para
negárselo: —Usted en seguida habla de aumentos, claro. Pero ayer me ha
inventado una mentira de cuarta; la nariz sólo se me ha alargado doce
milímetros. Y doce milímetros de madera no dan ni para un escarbadientes.
—Tengo familia —decía el «sugeridor»—, ha subido el precio de las papas. —Pero
ha bajado el precio de los bollos, ¿por qué no compra bollos en vez de papas?
La cosa terminó en que el «sugeridor» empezó a odiar a su patrón. Y con el odio
nació en él un deseo de venganza. —Vas a saber quién soy —farfullaba entre
dientes, mientras garabateaba de mala gana las cuartillas cotidianas. Y así fue
como, casi sin darse cuenta, escribió en una de esas hojas: «El autor de las
aventuras de Pinocho es Carlo Collodi».
La
cuartilla terminó entre las de las mentiras. Pinocho, que en su vida había
leído un libro, pensó que era una mentira más y la registró en la cabeza para
soltársela al primero que llegara. Así fue cómo por primera vez en su vida, y
por pura ignorancia, dijo la verdad. Y nada más decirla, toda la leña producida
por sus mentiras se convirtió en polvo y serrín y todas sus riquezas se
volatizaron como si se las hubiera llevado el viento, y Pinocho se encontró
pobre, en su vieja casa sin muebles, sin ni siquiera un pañuelo para enjugarse
las lágrimas.
TERCER
FINAL
Pinocho
se enriquecía más cada día y sin duda se habría convertido en el hombre más
rico del mundo si no hubiera sido porque cayó por allí un hombrecillo que se
las sabía todas; no sólo eso, se las sabía todas y sabía que todas las riquezas
de Pinocho se habrían desvanecido como el humo el día en que se viera obligado
a decir la verdad. —Señor Pinocho, esto y lo otro: ponga cuidado en no decir
nunca la más mínima verdad, ni por equivocación, si no se acabó lo que se daba.
¿Comprendido? Bien, bien. A propósito, ¿es suyo aquel chalet? —No —dijo Pinocho
de mala gana para evitar decir la verdad. —Estupendo, entonces me lo quedo yo.
Con ese sistema el hombrecillo se quedó los automóviles, los autovías, el
televisor, la sierra de oro. Pinocho estaba cada vez más rabioso pero antes se
habría dejado cortar la lengua que decir la verdad. —A propósito —dijo por
último el hombrecillo— ¿es suya la nariz? Pinocho estalló: —¡Claro que es mía!
¡Y usted no podrá quitármela! ¡La nariz es mía y ay del que la toque! —Eso es
verdad —sonrió el hombrecito. Y en ese momento toda la madera de Pinocho se
convirtió en serrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó un vendaval
que se llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó solo y
pobre, sin ni siquiera un caramelo para la tos que llevarse a la boca.
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